Nuestro recetario inicial pide combinar adecuadamente la necesaria interdependencia entre universidad y sociedad
Josep M. Bricall
Como cualquier institución social, la universidad difícilmente puede concebirse al margen del res to de la sociedad. Si no son atendidas las demandas de la sociedad, la universidad arriesga su legitimación, así como la propia contribución financiera a su desenvolvimiento. Pero también, recíprocamente, la sociedad depende en sus ambiciones, en su eficacia y en la racionalidad de sus propias decisiones del grado de excelencia de sus centros de enseñanza superior y de investigación. Con toda seguridad, las anteriores afirmaciones -a causa de su reitarada repetición- son absolutamente banales hasta el punto de despertar un interés superior cualquier afirmación que sostuviese exactamente lo contrario.
Los verdaderos problemas comienzan cuando intentamos concretar las consecuencias de este punto de vista en su aplicación a la realidad de nuestros días. Por ejemplo, en la actualidad una parte importante de nuestra organización social y económica ha adoptado el mercado como forma de regulación. No pretendo aquí establecer los límites y las ventajas de este tipo de organización de la vida social. Sin embargo, el mercado tiene un carácter disolvente de ciertas estructuras: las barreras, los privilegios, los monopolios -sólo los legales- y cualquier tipo de aislamiento pueden ser barridos satisfactoriamente cuando soplan los vientos de las relaciones de la competencia. Pero esta acción demoledora, como es automática, actúa de forma indiscriminada. La vinculación directa de las diferentes actividades sociales a su lógica destruye formas de integración y de cohesión de algunas de estas actividades que, mediante su coordinación, pueden proteger determinados intereses colectivos. Siguiendo con los ejemplos, la regulación efectuada por las autoridades locales para ordenar la vida urbana es un procedimiento para la defensa -al margen del mer-cado- de ciertos intereses colectivos, sin los cuales la calidad de vida de las ciudades empeoraría lamentablemente.
Ello quiere decir que las decisiones que conciernen a la vida universitaria no pueden ser dejadas a la improvisación y que es preciso organizar debidamente una institución que, como la universidad, responde a las necesidades de formación superior e investigación que requiere la sociedad. Si las actividades de formación y de investigación se relacionan con el mundo exterior únicamente a través de un sistema directo de demandas y de ofertas, se corre el riesgo de hacer quebrar un sistema que asegura la continuidad de futuras investigaciones y la formación de futuros profesionales dotados de una cierta capacidad de creatividad.
La aptitud para organizar el cambio implica decidir y decidir supone elegir de acuerdo con opciones estratégicas. A este efecto, la universidad ha de disponer de una cierta capacidad autorreguladora -la autonomía- y la Administración debe establecer de manera adecuada a nuestros tiempos los modos apropiados de conexión con el resto de las instituciones sociales -la política universitaria-. Naturalmente, ambas cuestiones son hasta cierto punto interdependientes, porque la autonomía universitaria nunca se confunde con la mera autogestión de los cuerpos universitarios y debe incorporar, en consecuencia, una representación de la sociedad. Querría, no obstante, referirme ahora a la política universitaria y singularmente a los límites imprecisos de actuación de las autoridades responsables.
Para ello debemos acudir a nuestro recetario inicial, que pide combinar adecuadamente la necesaria interdependencia entre universidad y sociedad, tal y como exigen en la actualidad los ciudadanos.
El carácter de la formación que se busca en las universidades es, de veinte años a esta parte, cualitativamente diverso del que se pedía hace poco más.
La formación superior exige ahora un grado importante de flexibilidad, la posibilidad de rectificar opciones tomadas en periodos anteriores, la capacidad de combinar los curricula, la adquisición de conocimientos de carácter general que doten a los estudiantes de la conveniente adaptación a los cambios constantes de la sociedad, el derecho a incorporar en cualquier momento los nuevos avances de la ciencia y de la técnica.
Asimismo, se reconoce que las aulas no son el único lugar de adquisición de los conocimientos técnicos y que una parte importante de los mismos puede obtenerse en los centros de trabajo. Unido ello a la preocupación actualmente existente por lograr un empleo adecuado, es comprensible el desarrollo cada vez más considerable del estudio a tiempo parcial e incluso la interrupción de los periodos de formación para regresar a ellos cuando lo requiera el trabajo realizado o lo permitan las condiciones de su ejercicio. Probablemente, alguno pueda pensar que, si ello es cierto, la evolución que parece tomar la vida universitaria puede alejarla completamente de la concepción tradicional que muchos guardan de su función. Probablemente sea cierto. Tan cierto como que la actividad de las universidades en estos dos últimos siglos poco, muy poco, tiene que ver con la universidad que inmediatamente le precedió.
La transnacionalización de la economía y, en particular, el resultado de la unión monetaria instaurada en Europa van a desencadenar un proceso de transformación en la especialización de las actividades productivas y cambios profundos en la localización de la industria y de los servicios. De esta manera, van a intensificarse los factores que inducen a la movilidad de los estudiantes y de los ciudadanos en general y, por tanto, la flexibilidad de estudios y de diplomas tomará una dimensión, cuando menos, continental.
Las universidades, por lo tanto, proceden a transformar sus estructuras, alteran sus actividades tradicionales y eligen campos específicos de especialización que contemplan las necesidades de una sociedad que desborda límites y fronteras tradicionales.
Pero hay más. Esta nueva realidad introduce nuevas confusiones e incertidumbres en la política universitaria. Limitaré mis observaciones a un aspecto muy particular, como es la acreditación universitaria.
La certificación que suponen los diplomas universitarios ha evolucionado significativamente en estas últimas décadas. Ha proliferado el número de diplomas y títulos representativos con respecto a los que eran tradicionales. Han aparecido los documentos acreditativos de nuevas especialidades y diplomas relativos a niveles diferentes de conocimientos. Y, lo que es más preocupante, ha aumentado el número de estudiantes que abandonan sus estudios sin alcanzar un reconocimiento académico en forma de diploma o certificado.
Los diplomas que acabo de citar representan todavía el modelo tradicional, que contempla idealmente estudios efectuados con plena dedicación por parte del estudiante y con un sistema de formación sucesivo, sin interrupción, que tiene como grado terminal el correspondiente al doctorado. Pero las circunstancias apuntan a situaciones más complejas. ¿Cómo organizar el sistema de titulaciones cuando los estudios no se efectúan de forma ininterrumpida o de forma sistemática, o cuando expresan combinaciones de itinerarios curriculares diversos? ¿Será posible acumular los conocimientos efectuados en distintas fases de la vida, incluso más allá de la vida activa?
La denominada globalización de la economía y de la sociedad,l a la que anteriormente nos hemos referido, da también al problema una dimensión continental. Por una parte, los estudios deberían establecer modos de correspondencia entre los distintos países y también deberían permitir su acumulación entre estudios recibidos en diversas instituciones de nacionalidad no común.
Los diplomas sufren, pues, una evolución significativa en todas partes, porque revelan los cambios cualitativos que imponen las nuevas circunstancias. Hace siglos se concibieron como el procedimiento de acreditación de los estados nacionales para garantizar, en el interior de sus fronteras, niveles adecuados de capacidad en la adquisición de conocimientos para el ejercicio de una profesión. Actualmente, el destino de los estudiantes es el empleo en organizaciones que trabajan para el mercado o en la Administración pública, en una Administración pública que difícilmente escapará a las exigencias de contención del gasto público.
Los diplomas, por lo tanto, pasan a ser documentos informativos de los conocimientos adquiridos en diferentes países e instituciones, donde son éstas las que garantizan el nivel y la calidad alcanzados.
Nuevas responsabilidades se agregan a los responsables de la política universitaria para que los estudios satisfagan las necesidades de los ciudadanos. Cualquier reforma las debe tener en cuenta. Como se lee en la declaración de la Sorbona del pasado 25 de mayo:
Aceptada la diversidad, el establecimiento de un espacio europeo abierto para la educación superior ofrece perspectivas muy positivas, pero exige un esfuerzo vigoroso para abolir fronteras y desarrollar un marco de enseñanza y de formación que favorezca la movilidad y acerque la cooperación. El reconocimiento internacional y la capacidad de atracción de nuestros sistemas dependen de su transparencia, tanto interior como exterior.
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